Comentario
El factor propulsor de este género fue evidentemente la imprenta, pero también la decidida voluntad de hacer perdurable el lujo y la ostentación del arte efímero, así como de dejar memoria a los tiempos venideros de las pasajeras fiestas del poder. La barroca fue la época más floreciente de esta producción, que ha permitido conocer las fugaces manifestaciones artísticas de los festejos -en el caso español, de los Habsburgo y Borbones- con un lujo de detalles que no encontraríamos nunca en otras fuentes literarias relacionadas con las manifestaciones estables. En este sentido, resulta curioso cómo apenas existió interés por dejar testimonios gráficos de las últimas, mientras que el ornato efímero cuenta con un abundantísimo corpus de estampas.
No sólo fueron actos regios los que pasaron a la imprenta. Otra autoridad incuestionable, la Iglesia, encontró en el género un eficaz modo de propaganda y pedagogía contrarreformista con la plasmación de sus celebraciones y fiestas religiosas. Pero en uno y otro ámbito los libros y "Relaciones" responden a unos mismos patrones apologéticos, a intereses institucionales o corporativos, aquellos que pagan la edición y, en definitiva, se convierten en un género reiterativo, monótono y repleto de tópicos.
Los cronistas resultan pretenciosos con su continuo interés en impresionar al lector de aquello que fue lo nunca visto. No sólo describen minuciosamente la fiesta sino que también la interpretan al transcribir y explicar los textos emblemáticos incorporados a las arquitecturas transitorias. En éstas destacan por su abundancia los jeroglíficos, una representación pictórica en tarjas o escudos, con un lema, o frase corta por lo general en latín, y unos versos en castellano que aclaraban el significado. A pesar de su origen culto y minoritario, los jeroglíficos de las fiestas fueron fáciles y comprensibles por el público, de modo que no fueran malinterpretados. En este sentido, hay que citar lo que ya señalara Juan Antonio Maravall del género emblemático: una literatura de apoyo de unas ideas políticas, morales y sociales.
Por otro lado, no sólo hay que pensar en los revestimientos de maderas y sus símbolos, pues cada conmemoración tuvo su marco especial en el que confluyeron diversos géneros artísticos -literatura, música y baile- que acabarían convirtiendo la fiesta renacentista y barroca en un complejo engranaje cultural. Otra cuestión inherente a la revitalización de la fiesta renacentista es su relación con la aparición de las cortes estables y los comienzos de la capitalidad urbana. Esta adquiere, entonces, la función del escenario festivo sufriendo una mutación, una transformación con toda una gama de falsas arquitecturas que ofrecen una imagen ideal de la ciudad.
Aunque la alteración efímera de la fisonomía urbana se encuentra en las entradas triunfales de los inicios de la Edad Moderna, el esplendor de las arquitecturas efímeras, transitorias o fingidas, realizadas con madera y lienzos, telas y cartones, pintura y yeso, tuvo su momento culminante durante la cultura urbana del Barroco. Hablar de Barroco efímero es hablar de un espejismo, de un sueño o del revestimiento escénico que ofreció la ciudad durante las fiestas del Antiguo Régimen. Arcos triunfales, fachadas, galerías en perspectiva, altares, tramoyas, doseles y tapices, repletos de inscripciones, emblemas, jeroglíficos y alegorías, fueron los elementos configuradores de esta epidermis que revistió la urbe por un breve tiempo en las celebraciones y festividades que jalonaron, casi de forma sistemática, el calendario de la sociedad barroca.
Pese a las estampas algo importante se ha perdido. La imagen visual que nos llega carece casi siempre de color y este aspecto fue primordial en la fiesta y sus arquitecturas. Un color festivo, de emulación, de aparente riqueza y muy lejos de la realidad arquitectónica, la del granito y el ladrillo, la del adobe y el encalado. El ornato efímero del barro fue simulado de un colorido brillante y vivo: rojos, jaspes, lapislázulis, dorados, etcétera, un cromatismo que sólo encontramos en los escasos lienzos realizados para perpetuar un acto festivo.
En este disfraz tendrán cabida los elementos participativos que conllevan la verdadera razón de ser de la fiesta pública y de su escenario -la ciudad-. Se trata de las procesiones, séquitos y comitivas, carrozas y mojigangas, simulacros bélicos y fuegos artificiales, música y danza, etcétera. Una función, en definitiva, en la que las distintas artes se integran para ofrecer un espectáculo esencialmente visual y sonoro, que cautivará los sentidos, un artificio en el que todos los ciudadanos quedarán sorprendidos y distraídos por un breve tiempo, de la dura realidad cotidiana.